Desde antes de la firma del TLCAN, México vio en la inversión extranjera una vía rápida al desarrollo; y a las empresas que vinieron al país les ofrece todo: desde terrenos a bajo costo o gratis, beneficios fiscales, infraestructura, recursos naturales hasta, claro, mano de obra calificada o muy barata. A las empresas locales apenas les da incentivos y, todo lo contrario, a pesar de que apuestan a México se les carga la mano con impuestos, se les acosa fiscalmente, se les encarecen los combustibles.
Hoy, con un tratado tambaleante, el país se enfrenta a una posibilidad que las empresas extranjeras dejen el país. Y si pueden hacerlo, en gran medida, es porque nunca dependieron de México y nunca tuvieron arraigo. Si Washington demuestra con Donald Trump que nunca será amigo de México, las empresas a las que se les dio todo, con más ganas.
Es muy probable que la industria maquiladora o las grandes empresas no abandonen México del todo. La mano de obra barata, el marco legal y lo que el Gobierno federal y los locales ofrecen, arman un buen paquete que les permite permanecer. Pero si los vientos cambian, terminarán por irse.
El futuro Presidente de Estados Unidos parece empeñado en convencer a cualquier empresa que deje en México. Y cada vez que se vayan, como sucede con San Luis Potosí y la planta de Ford –sólo quedó un terreno vacío, y nada más–, no tendremos empleos con qué responderle a las familias. No tendremos empresas. Las estatales fueron quebradas –como Pemex–, los empresarios nacionales menospreciados y ahora el país paga las consecuencias.