Los llamados órganos autónomos se multiplicaron rápidamente en las llamadas democracias emergentes, como una forma de diluir las responsabilidades del Estado nacional y para simular una redistribución del poder. En el caso mexicano los primeros órganos con autonomía constitucional (formal -en la Constitución-, pero no real) surgieron durante el gobierno de Carlos Salinas de Gortari, sin embargo, fue hasta el cambio de sexenio (y, en algunos casos de partido en el gobierno) cuando en los hechos se concretó dicha autonomía.

En las democracias consolidadas con Estados fuertes, que pueden cumplir con sus responsabilidades apegados al estado de derecho, no se requieren entes autónomos para atender labores como la organización de elecciones, el combate a la corrupción, el acceso a la información, la asignación de concesiones de telecomunicaciones, la evaluación de las políticas públicas -particularmente las sociales y las educativas- y tantas otras que hoy en México se asignan a estas entidades.

El único órgano autónomo que se generalizó fue el del Banco Central, como una forma, de distribuir la implementación de la política económica (el Ejecutivo se responsabiliza de la política fiscal y los bancos centrales de la política monetaria) y así evitar la concentración del poder, sin embargo, en estos países la autonomía es real y auténtica, tal como también sucede en el caso de los Poderes de la Unión (Ejecutivo, Legislativo y Judicial).

Lamentablemente particularmente en el caso mexicano esta autonomía es simulada y, por ende, no surte los efectos deseados. Aunque un análisis puntual demuestra esta falta de autonomía, basta el señalamiento de dos casos muy claros: las instituciones responsables de la organización de las elecciones y de garantizar el acceso a la información, en ambos casos la captura de los órganos de gobierno de dichas instancias, por parte de los principales sujetos vigilados es evidente. En el primer caso, el Instituto Nacional Electoral, el control sobre una mayoría de los consejeros electorales por parte de los partidos políticos; y en el Instituto Nacional de Acceso a la Información y Protección de Datos Personales, por parte de allegados al gobierno federal.

El tema cobra relevancia en los momentos en que la integración del Sistema Nacional Anticorrupción está en el centro de la atención pública, por la discusión por la llamada Ley 3de3, pues una de las partes centrales del mismo es la integración de un Comité de Participación Ciudadana, pretendidamente establecido para asegurar “el adecuado funcionamiento” del sistema, sin embargo, al revisar sus atribuciones reales es evidente que en dicho comité ni siquiera en quien ocupe el cargo de Presidente del Comité Coordinador, que es el órgano de gobierno de la Secretaría Ejecutiva, recaen las facultades de decisión, sino las de propuesta y, eventualmente, de denuncia pública.